¿Qué buscamos realmente cuando premiamos o castigamos a los niños/as? Como personas adultas, tendemos a premiar y castigar a los más pequeños/as basándonos en nuestra propia percepción de lo que está bien o mal. Esperamos que repitan las acciones que consideramos «buenas» y eliminen aquellas que consideramos «incorrectas». Pero, si reflexionamos a largo plazo, ¿realmente queremos que los niños/as, cuando sean mayores, hagan las cosas solo para complacer a los demás y dejen de hacerlas porque los demás las desaprueban?
En lugar de eso, ¿no sería mejor fomentar que sean ellos/as mismos/as quienes analicen las consecuencias de sus acciones y tomen decisiones basadas en su propio criterio? ¿Queremos fomentar una obediencia sumisa o deseamos que se conviertan en personas críticas y responsables?
La mayoría de las veces, utilizamos el castigo como una forma autoritaria de demostrarles a los niños/as que lo que han hecho está «mal», abusando de nuestra posición de superioridad como personas adultas. Pero, ¿por qué no cambiar esta premisa y, en su lugar, utilizar la reflexión y las consecuencias lógicas?
Tomemos un ejemplo: si nuestro hijo/a comienza a romper cosas o tirar objetos cuando está enfadado/a, en lugar de castigarlo diciendo que no iremos al parque, podríamos intentar conectar con sus emociones y hacerle entender las consecuencias naturales de sus acciones, como recoger y tratar de reparar lo que ha dañado. De esta manera, comprendemos que dejarlo sin ir al parque no tiene una relación lógica con haber roto algo. Si rompo algo, la consecuencia lógica es intentar repararlo. ¿Dónde está la lógica de no ir al parque?
Y, lo mismo es aplicable a los premios, ¿por qué premiar una conducta que para nuestros ojos es buena? ¿No es mejor que su premio sea la satisfacción personal e intrínseca de haber conseguido hacer algo o de haber hecho algo que está bien considerado?
Premiando el comportamiento, conseguimos que dejen a un lado el placer interno sustituyéndolo por placeres externos, materiales… disminuyendo de esta forma, poco a poco, el placer personal de hacer las cosas.
Cuando castigamos, nos conectamos con nuestra propia frustración y con nuestras experiencias pasadas cuando éramos niños/as. Nos enfadamos porque no nos hacen caso o porque sus acciones no se ajustan a nuestros planes, como si los peques fueran responsables de cumplir nuestros deseos.
¿No sería más fácil comprender que la infancia es una etapa de construcción de la personalidad, en la que los niños/as no tienen que complacer a las personas adultas, sino que nosotras debemos guiarlos y ayudarlos a convertirse en personas críticas y responsables?